martes, 11 de febrero de 2020

La Casa





El doble portón de madera marcado con la placa 11-65, tallado en altorrelieves con ya varias capas de pinturas verdes pastel, siempre uno abierto para dar paso al zaguán donde cabría holgadamente una mula enjalmada, sellado al fondo por un contraportón de umbral desgastado, no por los años, sino por el paso de muchísima gente que a lo largo de los años dio ingreso al patio principal, solariego y más amplio que la calle de donde provenían, enmarcado por un alero de tal vez ocho columnas de madera igualmente repintadas del mismo verde pastel, 



Beatriz, Alejandro, abuela Josefina, Octavio, Gonzalo, Fernando, Eduardo, Josefina, Marina, Tito, Gabriel, Álvaro y firulai jugueteando con un palo


adornadas, unas, las de la entrada, con frondosos helechos cuyos ramales rozan el cielo raso y el piso, otras con geranios y fucsias que jugueteaban con aguas de lluvia proveniente del techo de teja de barro cocido y recogida por canales de latón a tuberías esquineras, para correr espumosa al sifón central del piso de cemento ornado con filigranas de rodillo alguna vez, u otra vez abaldosado, y siempre con inumerables materas en derredor,



 Marta Vega Muñóz, Sandra, Titis, Lucho, 
en un colchón inflable del tío Luís 
(ángulo entre la sala y el estudio)

en el que una de sus esquinas presenció el ritual del abuelo, de traje y sombrero de fieltro oscuros y ruana de lana de ovejo, sentarse al sol matinal a leer ElTiempo, cuyas hojas recortadas terminarían en un gancho del más apartado lugar de la casa.

Ya dentro de la casa, si sumercé menesta seguir de largo en línea recta desde el contraportón hacia la cocina, huerto, gallinero o solar, habría de pasar, antes que nada y a pocos pasos, a su diestra, frente a dos misteriosas alacenas empotradas a la pared de puertas del verde pastel, 




a media altura y siempre cerradas que guardarían celosamente, tal vez, vetustos ajuares que contarían viejas historias colegiales.



Pero si decides pasar a la sala, primera habitación a tu izquierda, encontrarás al fondo un piano vertical de dos candelabros de bronce atornillados a su chapa para seguir partituras nocturnas que alguna vez la tía Leonor hojeó,



mobiliario Luis XV, poco ostentoso pero sí con la dignidad de no haber sido nunca picado por el comején, 



y, sin falta, los retratos retocados en marcos ovalados y dorado claroscuro de los abuelos. 



Abuelo Alejandro Vega Ronderos



Abuela Josefina Forero Sarmiento

Su ventanal, de doble postigo, más que ventilación e iluminación de la estancia, era verdadera tribuna con pedestal interior, que revela épocas de caballerosos flirteos a las damitas de casa desde el andén, al amparo del alero.

Una puerta sencilla, pero de doble hoja, con cierre desde el interior, comunica a la sempiternamente claroscura habitación principal, a pesar de su tribuna, cuya cama, de fuerte madera tallada, testera y pie de cama elevados, vio nacer a los doce vástagos de la familia, sin cambiar un centímetro su ubicación, incrustada entre los nocheros, uno de los cuales, a la derecha, resguardó el vaso de vidrio a media agua, ya esmerilado por dentro de tanto amolar cuchillas de afeitar, custodio del teléfono 3208.





Radio en su mesa esquinera, que por años estuvo en la sala

Algo más iluminada, la estancia contigua hacía las veces de estudio, a juzgar por el complicado escritorio de persiana, famoso por sus escondrijos secretos.


Caja metálica de la herramienta de la máquina de coser Singer de la abuela Josefina


 El estudio daba paso a la ventilación y luz del patio, que permitía, sospecho que por estrategia arquitectónica, observar de frente al visitante, a quien llamaría de inmediato la atención el amplio marco oscuro de madera y ventanales laterales bellamente tallados de la puerta del comedor de dos peldaños, justo a su ángulo opuesto.

Otras dos espaciosas habitaciones, una contigua al estudio y comunicada con la del fondo a través de una puerta intermedia en cuyo marco estuvo atornillado un aislante eléctrico de pedernal prensado, en mi poder desde 2009, testigo del color de columnas, puertas y ventanas de las habitaciones alrededor del patio principal. 



Además fue testigo, en 1962, de mi primer invento casero: atornillado el aislante al ángulo superior izquierdo del marco de la puerta intermedia, de allí bajaba el cable eléctrico trenzado en tela de algodón al interruptor. Amarrada una piola al fierro de riel de tren que servía de trancapuertas, con uno de sus extremos atado a la perilla del interruptor, mientras que el otro extremo anudado a la columna de la testera de la cama al otro lado de la habitación, para ser halado desde bajo las cobijas, pues evitar el frío de la noche y la caminada en la más absoluta oscuridad, iluminó el ingenio.



La habitación del fondo, comunicada al comedor por una ventanilla de barrotes, ostenta en su techo una gran claraboya, pues de lo contrario estaría sumida en perpetua oscuridad, claraboya que dio su primer rayo de luz a Gabriel Antonio Vega Restrepo el 11 de Abril de 1950.

Contiguo al comedor y cerrando el cuadro del patio, se encuentra una pequeña habitación que daría albergue por más años que a nadie, a quien estaría destinada la casa, la tía Isabel.

La única belleza de estas sobrias estancias, es el brillo encerado de sus pisos de madera, años después que estuvieron adoquinadas en ladrillo.

Mundo aparte, y libre de todo asomo de protocolos, es el contrapatio, de piso de ladrillo y comunicado con el patio principal a través de un zaguán de piso levemente inclinado que sirvió de pista de piques de canicas o corozos a más de uno, como yo. Quien mandó allí la parada, por años y en su vara, fue Roberto, el loro. Y los turpiales, en su enorme jaula imitación de la catedral de la Villa, quienes se convertían en el terror saltarín de toda pierna cuando alguna mano malvada subía sus puertas de alambre en marco de madera.




Este patio, más pequeño que el principal, de cuatro columnas de color caoba, que forman dos corredores angulados, resguardaban el mesón de espejo, palangana y aguamanil, ubicado en su ángulo, cerca de la entrada de servicio al comedor, sobre el corredor procedente de la cocina, y cuando toca, el canasto de la ropa seca y la mesa de plancha de carbón.

A mitad de este corredor se abría el portón de acceso a la habitación de servicio, de ambiente rústico y característico olor a costales, y si osabas cerrarlo tras de sí, te sumías en el más oscuro de los anonimatos, pero una vez abierto, regresabas de inmediato desde las sombras de ultratumba a la luz del contrapatio.

A continuación, la cocina, tal vez el más cálido y animoso lugar de la casa, de estufa de carbón de piedra, planchas de hierro con anillos y discos removibles, portezuela para cenizas y aire, pasamanos enchapado en cobre ya raído, rejillas de hierro, buitrón de tubo de gres, horno y tanque interno de agua caliente con tapa enchapada en cobre reluciente por el frote diario de medio limón, tubería para el agua caliente al tanque externo enchazado a la pared y forrado igualmente en cobre y ollas colgadas de las paredes, ámbito propicio para saborear alrededor de la pequeña mesa el más exquisito pandequeso horneado, con chocolate a hervor de chorote, justo al lado de la piedra de moler.

Menciono, aunque nunca lo conocí, el aljibe con balde de molinete que alguna vez allí existió, y que según cuentan, fue cerrado por el abuelo al enterarse que era botadera de pañales cagados, no supe si de Chucho, Elda o Marina, los primos mayores.

Del comedor, de mobiliario sencillo, rescato los más exquisitos cuchucos y mazamorras con esencia de hoja, la cuchara de sorber y la pimpina de centro de mesa, de terracota italiana ya desportillada y altorrelieve de las cuatro edades en su tapa, y si alguien se quedó con ella, que la cuide, porque se la voy a robar.

Y el mundo de verdores de yerbas y aromas de caléndulas, albahacas, hinojos y altamisas y ruda y cebolla junca y yerbabuena y multicolores de mirtos, de rosas, de fucsias, de geranios y trinos de pájaros libres, mezclados, según la ubicación, con rila de gallina, era el patio trasero de aire fresco al que se accede por un camino angosto y adoquinado procedente del contrapatio de la cocina, 




bajo un portal de adobe y techumbre con puerta agrietada por la humedad, al lado de la alacena, mundo inaugurado por el enorme tanque del lavadero servido por goteo permanente del grifo de aguas cristalinas que entumecen los dedos, bajo el cual es muy probable que existió el aljibe clausurado por el abuelo, patio trasero con paso al solar de claveles tras un muro de adobe con puerta de tablas, que ya resultaba demasiado lejos, tanto que solo bastó un tronco grueso tumbado en un rincón del piso y a la vera del camino a varios pasos de su entrada, 



Josefina, Lucía Vega Diterich, la abuela Josefina

para dar asiento bien sea a quien acompañara a la tía a regar sus flores, una a una con regadera de latón, o para bajar higos a hurtadillas o a quien, como yo, para repasar a exámenes con el pecoso Romero y el baboso Suárez, pretexto para hacer toda la bulla sin que nadie la oyera.

Al fondo del patio trasero, el depósito del carbón bajo una enramada de piso de tierra, paredes de adobe al descubierto, escondrijos laberínticos y entrada al gallinero, que precariamente protege angarillas, enjalmas, un yugo de yunta de bueyes, arreos y aperos de bestias de labor cubiertos con pátina de polvo que indican años de retiro.

El camino adoquinado y el ambiente de naturaleza abierta, mitigan (o agravan, según el clima y la hora) la aventura de ir al baño, contiguo a la carbonera y que más lejos no podía quedar, con inodoro de cisterna alta y ducha de latón ahuecado, donde el principal signo de vitalidad era tiritar, antes de regresar de prisa a la cocina a tomarse un tinto caliente. 

Y todo esto, se acabó, para siempre.



Abuela Josefina, un Vega Diterich y el abuelo Alejandro 
(ángulo entre la sala y el estudio)



Abuelos Josefina y Alejandro, sentados a la derecha, en el matrimonio de su hermano Ignacio con Rosa Meléndez 





    FOTOS


      (Ángulo entre la sala y el estudio)







(arriba: a la izquierda, el gran marco de la puerta del comedor, a la derecha, habitación de la tía Isabel. Abajo: entre la habitación de Isabel y el zaguán al contrapatio)






Lucho, Beatriz, Josefina, Belisa y Tito 
(fondo del solar)






Francisco Vega Pérez 
(ángulo de la sala y estudio)


Tito, abuela Josefina con Elena en brazos y Gabriel 
(ángulo del zaguán al contrapatio)


Isabel, Adolfo Cañón, tía Ignacia con una de sus hijas



Eduardo, abuela Josefina, Marina, Fernando, Gabriel, Álvaro, Tito
(esquina del zaguán al contrapatio)


Gruta de la Virgen del Sugamuxi, construída en 1962,
diseño ganado en concurso por un destacado estudiante del colegio, promovido por el capellán Pbro Fuentes.






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